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Muchas veces sentí que la historia nos arrastraba, que yo era como quien se aterra al
sumergirse en la correntada de un río barroso y, envuelto en un remolino, trata con
desesperación de bracear hasta la orilla, hacer pie en ese fango que ofrece una
esperanza precaria.
La historia nos arrastraba, pero no nos dábamos cuenta de que, aun cuando le
esquiváramos el cuerpo, estábamos condenados a sus exigencias. Porque la calentura,
aunque no sea visible como una manifestación o una bomba, suele también hacer, con
menos aspaviento, la historia.
No fui un testigo imparcial. Ni en la historia colectiva ni en la privada. Estuve en
esas manifestaciones arrolladoras, caudalosas, fui testigo tanto del atentado de ese
abril en la Plaza como integrante de la masa que avanzó hacia la Casa del Pueblo,
quemó su biblioteca y después, en un grito, marchó hacia el Jockey Club y lo
incendió. Que no haya echado leña al fuego no significa que no participé. Así como
estuve más tarde en ese junio que se nos venía encima con el rugir de los
cazabombarderos volando hacia el centro de la ciudad, sobre la Plaza, estuve también,
mientras el odio se agazapaba, prestándole atención a lo que me confesaban esos seres
estremecidos por sus destinos cruzados.
Siempre tendemos a considerar nuestras virtudes y miserias como una ficción
supina. En su pasión, también Lía, Delia, De Franco y Azucena deben haberse creído
protagonizando una. No se me olvidaba, al escucharlos, que se pensaban actuando
roles estelares cuando, en verdad, cada uno era un actor secundario en la existencia de
los otros. Destinos cruzados. Nos damos importancia. Y después los años, que nada
remedian, nos develan la chiquitez de nuestras presunciones. Porque, a mi modo, al
ser elegido como testigo, yo también elegía, imaginando que con mi intervención, iba
a conseguir que esos cuerpos encajaran en la medida de su deseo. Un enviado especial
del destino participando en la historia que se armaba. Eso pensé que era yo en esa
época: capaz de reparar los desencuentros, de ofrecerle a esas almas a la deriva un
rumbo que las apaciguara. Saber es poder, se dice. Con esa omnipotencia que me daba
saber lo que todos no le contaban a nadie excepto a mí, tuve en oportunidades la
certeza de estar moviendo los hilos, manejándolos como a títeres. El teatro de la vida,
dirigía.
Delia la llamó a Lía.
Y yo me sentí Shakespeare.
Un gilito fui.
Lía no pudo con su genio. Y la citó a Delia en Harrod s. Cuando me llamó para
contármelo creí notar alegría en su voz, pero cuando me dijo dónde la había citado
advertí en ese tono más de perfidia que de contento.
Por favor, Lía, le pedí, no le hagas daño.
Si vos tuvieras la chance de darle un escarmiento a tu preceptor, qué harías.
Delia te ama, dije.
Ahora la que necesita tiempo para pensar soy yo, me contestó. Qué te creés, que la
paqueta se la va a sacar de arriba.
En más de un aspecto, comprendía el estallido de Lía esa noche, el puñetazo y esa
despedida con el gusto de la sangre de Delia en la boca. El tinte de pathos que había
tenido la escena le otorgaba, si no justicia, al menos la legitimación de una venganza.
Pero cuando pensaba en Delia, en su pánico, no podía menos que comprender su
pedido, aun cuando el tiempo contribuyera apenas a la anestesia del dolor amoroso.
En todo caso, no le hagas mucho daño, dije.
Y, para disimular, agregué:
Mirá que te vas a aburrir pronto de tu chiche nuevo.
La mañana de ese martes en que tenía que encontrarse con Lía, la pobre Delia se
despertó con jaqueca y mareos. Tenía chuchos, arcadas. Probó con genioles,
paratropina, pero el malestar no la dejaba en paz. Estuvo todo el día contando los
minutos, preparándose para la cita, previendo la conversación. Sabía que todo cálculo
era inútil. Sin embargo pensó cómo vestirse, ensayó qué decir. Pero tanto la ropa
como las frases elegidas se le hacían afectadas. Finalmente, cuando se acercaba la
hora del encuentro, decidió arreglarse con sencillez, sin otro maquillaje que una nota
de rouge.
No pudo llegar tarde a la confitería, demostrando que podía controlar su estado.
Antes de entrar en Harrod s, para hacer tiempo, fue a una galería de arte y después a
curiosear novedades en Galatea, donde compró una edición de Les liaisons
dangereuses de Choderlos de Laclos. Pensó en regalarle la novela a Lía. Después se
arrepintió: esperarla, y con un regalo, era demasiado. Y tan luego con ese libro. Pensó
en las cartas que le había escrito a Lía en todo el último tiempo y sintió, además de un
retortijón, vergüenza. Lo que le faltaba ahora era descomponerse, se dijo. Se impuso
entretenerse con la lectura si la otra se retrasaba, como efectivamente ocurrió. Para
sobreponerse al malestar fue al toilette y sacó de su cartera la paratropina. Las arcadas
eran más fuertes que ella. Vertió unas gotas en su boca y se miró en el espejo. Estaba
palidísima. Buscó el rouge en la cartera y volvió a pintarse los labios. Estás fatal, se
dijo. Convenciéndose de que iba a reponerse, se mojó las muñecas con agua fría, se [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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